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La lección de vida de Mahatma Gandhi

Un encuentro en la infancia enseñó al futuro presidente de RI el valor de decir la verdad

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Kahan se tu aaya hai, aur kahan tujhe jaana hai, khush hai wohi jo is baat se begana hai: Una persona que es felizmente ignorante de dónde viene y hacia dónde va es un alma feliz.

La ignorancia puede ser una bendición para algunos, pero cuando se habla de su vida, una persona necesita rastrear el comienzo. Como dice una canción de The Sound of Music : «Empecemos por el principio, un muy buen lugar para empezar». 

Nací el 11 de agosto de 1934 en Birlapur, una ciudad situada a orillas del río Hooghly en Bengala (India). Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial y Birlapur se convirtió en puesto militar, a mí y a varios de mis hermanos nos enviaron a vivir con nuestros abuelos a Pilani, el hogar de nuestros antepasados. El viaje fue para nosotros una experiencia totalmente nueva. Tomamos un tren a Delhi, y desde allí otro tren de vía estrecha. En plena noche, tuvimos que desembarcar en un lugar donde el tren se detuvo durante solo medio minuto. Desde allí subimos a un carrito de camellos, viajando atravesando dunas de arena durante casi cuatro horas. Para un niño de 6 años, levantarse en plena noche y viajar en un carro de camellos fue una experiencia emocionante.  

Nos quedamos en Pilani más de dos años, de 1941 a 1943. Recuerdo muy bien un día concreto. Era 1942, y los mayores de la familia habían comentado que Mahatma Gandhi iba a iniciar un ayuno o iba a ser arrestado. Solo más tarde supe que fue en ese momento que Gandhi lanzó el Movimiento Quit India, exigiendo el fin del dominio británico en la India. Ese día en la escuela, algunos estudiantes de último año organizaron una protesta, abandonando sus clases y lanzando consignas. El director ordenó que se cerraran las puertas, pero los estudiantes mayores saltaron por encima de ellas. Los más jóvenes no pudimos seguirlos.

Imagen: Anjali Mehta

Me sentía angustiado y, cuando volví a casa, lloraba. Mi abuela escuchó mi historia. Le pregunté si podía obtener una bandera tricolor con una charkha, la rueca símbolo de la independencia y la autosuficiencia de la India. Mi abuela llamó a unas tintoreras profesionales. Nos proporcionaron trozos de tela naranja y verde. Ya teníamos tela blanca en casa. En dos horas tenía una bandera con la imagen de la charkha en el medio.

Reuní a cinco o seis amigos de la escuela y vecindario. Con la bandera atada a palos de bambú, salimos gritando consignas. Yo sostenía la bandera en alto encabezando la procesión. Cuando llegamos al bazar, centro neurálgico de la ciudad, nos acompañaban casi 150 personas gritando consignas. La policía nos detuvo y cuatro o cinco de nuestros supuestos líderes fueron llevados a la comisaría de policía para ser interrogados. No teníamos muchas respuestas, salvo que creíamos en la libertad de nuestro país. Mis abuelos se preocuparon cuando supieron que nos habían retenido en la comisaría, pero no pudieron hacer nada. Después de dos horas más o menos, nos liberaron con una advertencia. 

Aún no sé qué me impulsó a hacerlo. Era demasiado joven para dejarme llevar por la causa o comprender cabalmente las implicaciones de la lucha por la libertad. En retrospectiva, probablemente fue porque sentí que yo también tenía que hacer algo para seguir los pasos de los alumnos mayores de la escuela que habían desafiado a los profesores para iniciar una revuelta.

Un encuentro inolvidable

Regresé a nuestra casa en Birlapur en 1943. La guerra se había intensificado. Los japoneses habían ocupado Birmania (ahora Myanmar) y llevaban a cabo incursiones sobre territorio indio. Recuerdo aviones japoneses que nos sobrevolaban en dirección a Calcuta. Nuestro complejo residencial contaba con un refugio de concreto en forma de cúpula con un refrigerador y algo de comida y agua. En él cabían entre 30 y 40 personas. En cuanto se divisaban aviones japoneses, sonaban las sirenas de aviso y corríamos al refugio. 

Fue un período de gran escasez. Había que traer provisiones de Calcuta, y eran escasas. Solíamos conseguir una barra de pan a la semana para toda la familia. Afortunadamente, cultivábamos verduras y frutas, y teníamos vacas, por lo que obtener leche no era un problema. El arroz escaseaba y se consideraba un lujo, y también había restricciones en la ropa. 

Uno de mis recuerdos más imborrables de aquella época fue conocer a Gandhi. Fue en 1944, y el Mahatma se alojaba en el Ashram de Sodepur, un suburbio de Calcuta. Mi padre había recaudado fondos para apoyar la campaña de Gandhi para poner fin a la práctica de la intocabilidad en la India. Llegamos a Sodepur por la mañana temprano. Gandhi estaba en medio de su paseo matutino con dos o tres niños y algunos seguidores. 

Mi padre llevaba una pequeña bolsa con dinero que quería entregar al Mahatma. Pero cuando nos acercamos a Gandhi, mi padre se llevó la mano a la espalda para ocultar la bolsa. Después de intercambiar saludos, Gandhi, hablando en hindi, preguntó: «¿Por qué escondes lo que pretendes dar?». Y se echó a reir. Tocamos los pies de Gandhi y empezamos a caminar con él. Tuve la suerte de que me pusiera la mano en el hombro mientras caminamos unos 15 minutos.

Verdad y consecuencias

Tengo otro episodio inolvidable en mi memoria. Mi padre me había dado un billete de 5 rupias, pero lo perdí. En aquella época era una cantidad considerable de dinero, y no me atrevía a contarle lo que había pasado. Temía el castigo que podría recibir. Mi padre me había castigado una vez obligándome a ponerme de pie en un parapeto situado frente a la puerta de nuestra casa. Tuve que aferrarme a la pared, y de moverme, me caería. (Más tarde supe que había instalado protección en caso de que me hubiera caído). Cuando mi hermana mayor se enteró de mi situación, tomó un billete de 5 rupias de su dinero y lo frotó con barro seco. Tomé el billete y le dije a mi padre que debía de haberse caído en algún lugar del jardín, pero que por suerte lo había encontrado. Era una mentira descarada, pero estaba agradecido a mi hermana por haberme salvado de un severo castigo. 

En 1945, visité Sodepur una vez más cuando Gandhi residía allí en su ashram. En aquella época, uno podía comprar fotografías de Gandhi en la tienda del complejo del ashram y luego hacer cola para que las autografiara. Yo tenía 15 rupias y compré tres fotografías. Todos los que pedían autógrafos estaban alineados a un lado de una barricada. Gandhi salió de su cabaña, se acercó a la barricada y firmó las fotografías. Yo estaba en medio de la fila. Gandhi firmó la primera de las tres fotografías que tenía en mi mano y luego pasó a la siguiente persona.

Imagen: Anjali Mehta

Cuando Gandhi se hubo marchado, empecé a discutir con el voluntario. Le dije que había pagado 15 rupias y comprado tres fotografías, pero que Gandhi solo había firmado una de ellas. Desde la terraza de su cabaña, Gandhi advirtió el alboroto en la barricada y escuchó mi discusión con el voluntario. Preguntó cuál era el problema y el voluntario respondió que yo estaba discutiendo sobre los autógrafos. Gandhi me llamó y me hizo sentar a su lado. Estaba sentado en un colchón con su escritorio frente a él. Me preguntó qué quería, y le expliqué que había comprado tres fotografías y que solo había conseguido una autografiada por él. Para corroborar mi declaración, le informé que esas fotografías no estaban disponibles en ningún otro lugar, y que el hecho de que tuviera tres de ellas significaba que había pagado 15 rupias. 

Gandhi me miró con calma y me preguntó: «¿Estás diciendo la verdad?» 

Mi respuesta fue rotunda. «Sí. Estoy diciendo la verdad».

Gandhi sonrió y firmó las otras dos fotografías, pero esta vez antepuso a su autógrafo formal una frase especial: Bapu Ne Aashirwad. Bendiciones de Bapu. Padre.

Para mí fue la lección de mi vida y algo que siempre he respetado. Si hubiera tenido este encuentro con Gandhi antes, seguramente no habría dicho la mentira sobre el billete de 5 rupias a mi padre.

La lucha contra los prejuicios

Tengo un recuerdo más que compartir. En 1992, durante mi año como presidente de Rotary International, fui invitado principal a una recepción en el ayuntamiento de Pietermaritzburg (Sudáfrica). Fue en esa ciudad, en 1893, cuando un joven abogado indio llamado Mohandas Karamchand Gandhi fue expulsado del vagón de primera clase de un tren por un agente de policía a pesar de que tenía billete de primera clase. Su expulsión, como Gandhi la describe en su autobiografía, fue «solo un síntoma de la profunda enfermedad de los prejuicios por razón la diferencia de color». Mientras el tren se alejaba sin él, el joven abogado, sentado en una fría y oscura sala de espera de Pietermaritzburg, juró erradicar esa enfermedad. 

Ahora, 99 años después de aquel incidente, el alcalde de Pietermaritzburg se dirigió a mí en la recepción del ayuntamiento. «Señor presidente», dijo, «este es el lugar donde su famoso compatriota Mahatma Gandhi fue empujado sin contemplaciones al andén, y ahora la ciudad está construyendo una estatua en su honor». Mientras hablaba, mi garganta se ahogaba de emoción, y hoy, esa estatua de bronce, inaugurada por Desmond Tutu en 1993, está a la vuelta de la esquina del ayuntamiento de Pietermaritzburg.  

He revivido mis recuerdos de Gandhi en varias ocasiones mientras veía la gran película de Richard Attenborough o cuando leía libros y memorias sobre él. En 1939, con motivo del 70 cumpleaños de Gandhi, Einstein escribió: «Las generaciones venideras apenas podrán creer que alguien como él caminara alguna vez en carne y hueso sobre esta tierra». Y cada vez que leo esas palabras, se me saltan las lágrimas.

Rajendra K. Saboo, socio del Club Rotario de Chandigarh, India, fue presidente de Rotary International 1991-1992. Este ensayo es una adaptación de su recientemente publicada autobiografía, My Life's Journey: A personal Memoir (Mi vida: una memoria personal).

Este artículo fue publicado originalmente en el número de Mayo de 2025 de la revista Rotary.

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