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La triste verdad respecto al altruismo es que no hay suficientes altruistas

Las personas que desempeñan las funciones verdaderamente esenciales en la sociedad suelen ser escasas

Por Ilustraciones de

A veces ocurre que en cualquier país escasean las cosas y las personas que verdaderamente se necesitan. Nos despertamos un día y nos damos cuenta de que nos faltan médicos, y que nos faltan muchos más enfermeros. O de repente descubrimos que no contamos con suficientes maestros, ingenieros o plomeros. Y por supuesto, nunca hay suficientes albañiles que trabajen bien con cartón yeso.

Otros profesionales se encuentran a montones. Siempre hay más que suficientes jardineros paisajistas, baristas, actores, masajistas, entrenadores personales, peluqueros, informáticos y cocineros. Tampoco corremos el riesgo de quedarnos sin gestores de fondos de cobertura, bailarines, agentes de bienes raíces o vendedores de automóviles. Pero suelen escasear las personas que desempeñan funciones verdaderamente esenciales en la sociedad.

Puede que esté ocurriendo algo similar con los Buenos Samaritanos. Ocasionalmente, en las sociedades se produce una alarmante carencia de personas altruistas dedicadas e infatigables, siempre listas para poner de su parte para mejorar el mundo.

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El altruismo institucional rara vez es un problema. Numerosas iglesias, fundaciones y agencias gubernamentales trabajan día y noche para mejorar la sociedad. Son gente que se gana la vida haciendo el bien. Pero la filantropía institucional por sí sola no puede abordar un problema tan vasto como la pandemia actual. En todas partes del mundo, para que las cosas sigan funcionando, las sociedades cuentan con la ayuda de quienes en forma burlona se les llama “bienhechores”. Y ahora mismo no hay suficientes bienhechores. Tampoco ayuda que muchos de esos bienhechores están recluidos entre cuatro paredes a causa de la pandemia.

Durante mi visita a Washington DC en febrero de este año, me sucedió algo que me hizo pensar en el enojoso problema de la Falta de Buenos Samaritanos. Mientras paseaba por la calle M, se me acercó un joven que llevaba puesto un chaleco rojo, y me solicitó dinero para una causa meritoria. Le informé que ya había contribuido a la organización que él representaba, gracias a mis esposa, quien periódicamente, por reflejo y casi automáticamente envía cheques a un gran número de entidades de indisputable reputación. En otras palabras, haciendo uso de una vieja y conocida excusa, le dije: “Ya dimos”, aunque la que donó el dinero fue mi esposa.

El joven sonrió amablemente. No insistió ni me criticó. Tampoco intentó avergonzarme con la socorrida frase: “Que tenga un buen día”, que pronuncian con un cierto tono burlón los virtuosos recaudadores semiprofesionales cuando ven que los transeúntes se van sin echar mano a la billetera. Me agradeció por mi generosidad o, para ser más preciso, por la generosidad de mi esposa. Me indicó que las contribuciones periódicas de personas como nosotros eran la savia de la organización, aunque me aclaró que en ese momento estaba recaudando fondos para una iniciativa específica.

Intenté explicarle que pedirme que donara más dinero a una causa con la cual ya había contribuido parecía una especie de “doble facturación” filantrópica. Era como pedirle a una persona que remite un cheque para salvar a los hipopótamos en riesgo de extinción, que envíe otro cheque para salvar a los rinocerontes. Era como pedirle a quien ya había demostrado ser una “buena” persona (o con lazos conyugales con una buena persona) que se convirtiese en una persona aún mejor. Mi pregunta —bastante obvia— era: “¿Por qué no pedirle dinero a otra persona para variar?”

El joven escuchó pacientemente y luego rechazó mis protestas con un gesto de la mano. “Les pedimos a quienes ya contribuyeron porque sabemos que son generosos”, afirmó. “¿Acaso no tiene sentido solicitar fondos a quienes piensan como nosotros en vez de pedirle a gente extraña?”

La engañosamente astuta lógica del argumento me dejó sin palabras. Estaba convencido de que si nosotros, como familia, ya habíamos efectuado contribuciones al Fresh Air Fund y el Sierra Club, no estábamos obligados a donar para la Cruz Roja ni el Ejército de Salvación. Creía que habíamos fusionado todas las organizaciones que procuran mejorar el mundo en una especie de monumento al mérito. Mi esposa, Francesca, veía las cosas desde otra perspectiva. En su opinión, haber contribuido a una causa, no impide que aportemos a otra causa, porque no hay límite máximo para las buenas obras.

Manifesté mi desacuerdo. Llegué, incluso, a bromear respecto a una posible normativa de límites éticos aplicables a las buenas acciones, estipulando, por ejemplo, que si colaboramos en la limpieza de los ríos quedamos exentos de la limpieza de los lagos. Aclaro que hablo por mí mismo, porque Francesca no estaba de acuerdo conmigo en eso. ¿Quién dijo que podemos tomarnos vacaciones de la virtud de hacer el bien? Las malas personas no toman años sabáticos para descansar de hacer el mal, entonces, ¿por qué las personas de bien deben tomarse recesos para dejar de hacer el bien? El altruismo hay que practicarlo en todo momento. Parafraseando una expresión de la Inglaterra natal de mi esposa, si te atrapan por un centavo, da lo mismo que te atrapen por una libra entera.

No hay suficientes buenos samaritanos

Esta discusión me hizo pensar en los Buenos Samaritanos que conocí personalmente. En cierto momento me di cuenta de que los bienhechores destacados en mi comunidad, casi nunca se limitaban a una sola actividad. Si los veía un sábado colaborando en la venta benéfica de libros de la biblioteca, seguramente los iba a ver también el domingo en la venta de galletitas de las Niñas Exploradoras. Si pedían firmas para salvar un edificio histórico, seguramente también participarían en la lucha para rescatar un mural de importancia histórica. Al principio pensaba que las personas que practicaban la virtud a tan gran escala lo hacían para sentirse mejor con ellas mismas, lo cual es cierto. Pero con el correr de los años, he descubierto que estos voluntarios no se dedican a tantas actividades ejemplares solo porque son buenas personas y se interesan en el bien común. Lo hacen porque saben que no hay suficientes personas buenas y altruistas.

Suele decirse que en el mundo del altruismo lo que vale es la intención, pero no es así. Para hacer lo correcto, hay que hacerlo bien.

Los equipos de béisbol dependen de la cantera de jugadores talentosos que surgen en las divisiones inferiores, a quienes suele ofrecerse la oportunidad de jugar en primera división. Creo que un sistema de ese tipo podría ser beneficioso para la gente que desempeña actividades altruistas a los más altos niveles. Mi esposa, por ejemplo, a la vez que gestiona un centro para adultos mayores, promueve a personas con vocación de servicio cívico de aproximadamente una generación anterior a la nuestra. Ser buenos no es suficiente. Ser joven también ayuda.

Todo eso me sugería una refutación al incontrastable argumento del joven de chaleco rojo con quien me había encontrado en las calles de Washington. Para hacer del mundo un lugar mejor, no es bueno seguir su consejo y pedir dinero a los mismos donantes una y otra vez, por más generosos que sean. La sociedad no puede depender exclusivamente de personas excepcionalmente altruistas o compasivas. Sencillamente, no las hay en cantidad suficiente. Las personas virtuosas necesitan ayuda y deben constantemente captar a personas talentosas. Esa es la razón de ser de los clubes rotarios.

El Buen Samaritano versus el Buen Samaritano Intermitente

Al llegar a este punto, vale la pena establecer la diferencia entre el Buen Samaritano y el Samaritano Solamente Adecuado. Como la mayor parte de los humanos, no soy intrínsecamente una buena persona, puesto que la bondad consiste en comportamientos aprendidos. Si me hubiesen dejado solo, quizá me hubiera transformado en un ser humano decente a medias, pero no mucho más que eso. Jamás se me hubiera ocurrido que iba a convertirme en un dechado de virtudes. Lo más cerca que estuve fue casarme con una mujer que es un dechado de virtudes. Soy exactamente lo opuesto de culpable por asociación. Soy “no culpable” por asociación.

Cuando nos casamos, mi esposa y yo aplicamos los principios tradicionales de la división del trabajo a las actividades cívicas. Francesca se encargaba de las tareas de servicio voluntario relacionadas con las escuelas, la comunidad, los adultos mayores, los necesitados, la capa de ozono y los manatíes, y yo era el que compraba las entradas para la ópera. Mientras mi esposa firmaba cheques para la Cruz Roja, Children’s Aid, Greenpeace, y Médicos Sin Fronteras, yo reservaba localidades para la Orquesta Filarmónica de Nueva York o el Cuarteto de Cuerdas de Tokio. Asimismo, era responsable de gestionar nuestra membresía en todos los museos locales. De esta manera, dividíamos equitativamente las buenas obras. Mi esposa se dedicaba a mantener a flote la sociedad, y yo me consagraba a mantener a flote la civilización. Debo reconocer que las tareas de Francesca requerían más tiempo que las mías.

Desde que se produjo la epidemia de coronavirus, al observar que un creciente número de personas que jamás habían realizado ningún tipo de labor cívica ayudaban y colaboraban con iniciativas de ese tipo, me puse a reflexionar seriamente sobre la esencia de la filantropía. Cuando son solo unos pocos los que realizan buenas obras, lo cual ocurre en ciudades y pueblos pequeños como la localidad en la que vivo, se perjudica la comunidad porque la gente que no realiza buenas obras se olvida de cómo hacerlas o nunca aprende a realizarlas. La limpieza de lagos contaminados y recoger la basura en parques de juegos infantiles es todo un arte. También es un arte sentarse pacientemente y enseñarles inglés a personas de otras nacionalidades. Y por supuesto, salir a la calle y solicitar dinero a transeúntes completamente desconocidos es todo un arte.

Aquí es donde se marca la diferencia entre el Buen Samaritano y el Buen Samaritano Intermitente. Durante unos años, cuando cursaba estudios universitarios, mi hijo nos ayudaba a distribuir pavos y otros víveres a las personas necesitadas de la comunidad en la temporada de las fiestas navideñas. Su labor le resultaba altamente satisfactoria porque veía que su efímero esfuerzo brindaba satisfacción y alegría a los beneficiarios. En ciertas ocasiones, también colaboraban otros estudiantes universitarios y personas jubiladas. Todos ellos eran personas decididamente bienintencionadas.

Las personas virtuosas necesitan ayuda y deben constantemente captar a personas talentosas. Esa es la razón de ser de los clubes rotarios.

Pero a la hora de la verdad, cuando llega la hora de entregar las cestas de Navidad, no basta con buenas intenciones. Suele decirse que en el mundo del altruismo lo que vale es la intención, pero no es así. Para hacer lo correcto, hay que hacerlo bien, cosa a menudo imposible porque las personas que practican la virtud en forma intermitente generalmente no saben realizar sus tareas. Les entregan pollos a quienes les piden pavos y pavos a los que les piden jamón. Ponen demasiadas galletitas en una bolsa y ninguna en otra. Al final de una jornada de distribución de alimentos en esas condiciones, nos vemos obligados a volver al supermercado porque siempre nos falta un par de pavos. Esa no es manera de gestionar ningún proyecto, y mucho menos una obra filantrópica.

De esta manera llegamos al quid del asunto. Fundamentalmente, los Buenos Samaritanos son aficionados, pero no tienen por qué conformarse con ser aficionados ineptos. Quienes se tomen en serio el altruismo tienen que adquirir destrezas, averiguar dónde se necesitan sus talentos y dónde no se necesitan. Para la virtud, al igual que para tocar el salterio, hace falta práctica. Una de las pocas ventajas de la pandemia es que ha brindado a muchas personas que jamás habían movido un dedo para ayudar al prójimo, la oportunidad de adquirir las destrezas necesarias para superar sus torpes intentos y hacer el bien de manera eficaz. En mi localidad hay personas que nunca se habían destacado por su altruismo y ahora dan buenas propinas a los trabajadores del sector servicios, reparten comidas a quienes no pueden salir de su casa, o recogen la basura junto a la orilla de un río. Jamás me hubiese imaginado que serían capaces de evolucionar de esa manera.

En busca de la próxima generación de bienhechores

¿Pero qué hacemos con quienes obstinadamente se niegan a tender una mano? Personalmente, no me parece bien coaccionar a la gente para que haga obras de bien, a la manera de algunas empresas progresistas que presionan a los trabajadores para que realicen labores voluntarias durante su tiempo libre. Sin embargo, no me parece mal avergonzar a quienes no cumplen con sus obligaciones para con la comunidad. Crecí en las malas calles de Filadelfia. Eran bien malas esas calles y lo siguen siendo. Mis padres eran católicos devotos y también eran pobres. No pasábamos hambre pero poco nos faltaba. No obstante, por más mala que fuese nuestra situación, mis padres siempre depositaban algo en la cesta los domingos en la mañana. No llegaban al diezmo pero lo intentaban.

Se enviaba a los feligreses sobres en los que figuraba el nombre, la dirección y el importe donado por cada uno cada domingo. Cada mes la iglesia publicaba la lista de contribuciones. Aunque era embarazoso ver el nombre de nuestra familia junto a la exigua cifra de 5 dólares, al menos figurábamos en la lista.

Creo que en nuestra sociedad se debería intentar hacer lo mismo. Durante años, he observado que los mismos bienhechores se van haciendo mayores, y esperan en vano la llegada de “la caballería” al rescate. Y mientras esperan, siempre son los mismos los que trabajan en los centros de votación, los que visitan a los enfermos y quienes integran las asociaciones de padres, maestros y personal escolar. El único relevo posible para esos voluntarios sería que cada uno de nosotros se uniera voluntariamente a “la caballería”. Así de sencillo. Por eso necesitamos difundir en los tablones de anuncios las buenas obras realizadas por los voluntarios de la localidad, con amplios espacios en blanco junto a los nombres de quienes no han hecho nada. ¿Confrontativo? Sí. ¿Crítico? Sí. Pero, como dice el dicho: Si no puedes convencerlos, fastídialos.

Mi hija conoció a un joven muy listo cuya especialidad era la economía. Era un implacable promotor de la teoría de la "acción racional", y creía que toda actividad humana tiene alguna base económica, y que la gente dedicada a actividades altruistas, en el fondo lo hacía para obtener ventajas económicas. Es una teoría que nunca me había convencido.

Pero ahora me convence en cierta medida. Ayudar a nuestros semejantes hace que nos sintamos mejor con nosotros mismos. Verdaderamente es así. Y también nos ayuda a reducir gastos. En una sociedad en la cual las clases de pilates, los cursos de formación permanente, los innumerables libros, videos y cursillos de autoayuda requieren mucho tiempo y dinero pero no logran que nos sintamos bien con nosotros mismos, es obvio que el altruismo es la mejor solución. Más allá de lo que digan los economistas, no podemos ponerle precio a la felicidad. No hay cifras suficientemente altas.

• Este artículo se publicó originalmente en la edición de diciembre de 2020 de la revista Rotary.

• Joe Queenan colabora frecuentemente con la revista. Desde marzo, ha escrito cuatro obras teatrales de un acto (todas se transmitirán por Zoom), un guion cinematográfico y una ópera rock.


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